miércoles, 22 de enero de 2014

En busca de "lo real": desde las sorprendentes lecciones del fonógrafo a los tenores, al naturalismo de «Shallow Brown» de Percy Grainger

«Se trata realmente sobre todo de volver a sumergirse en la realidad, 
sin un plan trazado de antemano, sin el prejuicio parisiense.» 
Van Gogh


"Van Gogh, en su jardín en Arles, estaba obsesionado con la idea de que las convenciones de la pintura le impedían aprehender la realidad que tenía delante. Había probado con la abstracción, le escribió a Émile Bernard, pero se había estrellado contra la pared. Ahora estaba luchando por poner los hechos desnudos de la naturaleza sobre un lienzo, para que le salieran bien los olivos, los colores de la tierra y el cielo. 

Le confió a Émile Bernard: 

«Se trata realmente sobre todo de volver a sumergirse en la realidad, sin un plan trazado de antemano, sin el prejuicio parisiense.» 

Ésta era la esencia del naturalismo en el arte de finales del siglo XIX y comienzos del XX. 

Salió a la superficie en obras tan diferentes como las visiones trascendentes de estaciones de tren y balas de heno de Monet, las hipervívidas naturalezas muertas de Cézanne y las sensuales visiones de Tahití de Gauguin. 

También animó otros fenómenos culturales contemporáneos diversos, como las novelas de mineros y prostitutas de Zola, los precisos retratos de la vida campesina de Maxim Gorki y la danza libre y antiformal de Isadora Duncan. En cualquier medio, los artistas trabajaban para disipar el artificio y transmitir la materialidad de las cosas.

¿Qué significaba para la música traducir, la vida «tal y como es», según la frase de Van Gogh?



 Los compositores llevaban cavilando sobre esta cuestión durante siglos y, en diversas épocas y de modos diferentes, infundieron a sus obras los ritmos de la vida cotidiana. 

Johann Gottfried von Herder, el filósofo de la Ilustración, había propuesto que los compositores encontraran inspiración en los Volkslieder, o canciones folclóricas, una expresión acuñada por él.

Incontables compositores del siglo XIX introdujeron temas folclóricos en formas sinfónicas y operísticas. 

Pero su tendencia fue sacar sus melodías de colecciones impresas, pasándolas, por tanto, por el filtro de las convenciones de la notación musical: 

escalas mayores y menores, barras de compás regulares, ritmo estricto y un largo etcétera. 

Hacia finales del siglo XIX, los estudiosos dentro del incipiente campo de la etnomusicología empezaron a aplicar métodos más meticulosos, casi científicos, y acabaron por darse cuenta de que la notación occidental resultaba inadecuada para la tarea. 

Debussy, tras espigar entre los sonidos multiculturales que se exhibieron en la Exposición Universal de París de 1889, había percibido cómo la música no lograba encajar dentro del sistema notacional occidental.

La llegada de las grabaciones con cilindros supuso que los investigadores ya no necesitaron recurrir al papel para preservar las canciones. Podían hacer copias grabadas de la música y estudiarla hasta que entendían cómo funcionaba. 


La máquina cambió el modo en que se escuchaba la música folclórica; hizo que las personas cobraran conciencia de la existencia de profundas diferencias culturales. 

Pero lo cierto es que la propia máquina estaba contribuyendo a borrar esas diferencias al extender la música pop en el estilo norteamericano como una lingua franca global.
 

(desde el minuto 2:59 el fonógrafo y la voz del tenor)


Percy Grainger, el inconformista pianista y compositor de origen australiano, fue uno de los primeros en aplicar las lecciones del fonógrafo. 

En el verano de 1906, Grainger se aventuró a viajar a pequeñas ciudades de la campiña inglesa con un cilindro de Edison Bell, deleitando a los lugareños con su personalidad poderosa y heterodoxa. 

De vuelta a casa, se ponía sus grabaciones una y otra vez, ralentizando la reproducción para captar todos los detalles. 

Prestaba atención a las notas entre las notas: 

las inflexiones de altura, la aspereza del timbre, la aceleración y ralentización del pulso. 

Más tarde intentaba recrear esa libertad en sus composiciones.

En 1908 oyó cantar a un marinero de Devon la saloma «Shallow Brown», y más tarde modeló a partir de ella una canción sinfónica para soprano, coro y una orquesta de cámara inusual que incluía guitarras, ukeleles y mandolinas. 

Todos ellos crean un simulacro fantástico del mar, tan acre como un párrafo de Moby Dick de Melville. 

Trémolos de la cuerda se arremolinan como la espuma, las maderas agudas graznan como gaviotas, los instrumentos más graves insinúan criaturas terribles en las profundidades. 

La voz navega por encima, irrumpiendo al margen de las barras de compás para reforzar la emoción: 

«Shallow Brown, vas a dejarme {...].» 

Con cada interpretación, John Perring, el hombre al que Grainger grabó originalmente con su cilindro, vuelve a cantar su canción, y la orquesta preserva el grano de la voz como jamás podría hacerlo una máquina."    


(texto de Alex Ross en el "El ruido eterno")











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