viernes, 28 de diciembre de 2012

"Las siamesas Ladan y Laleh sumaron cero" de Arcadi Espada


«Las siamesas iraníes Ladan y Laleh Bijani, de 29 años, murieron ayer poco después de que los cirujanos del hospital Raffles, de Singapur, lograran separarles los cerebros. 

Nunca antes se había intentado separar a siamesas adultas craneópagas (unidas por la cabeza), por los altísimos riesgos que implica. 

"Aceptamos ese desafío, sabíamos que los riesgos eran grandes y que uno de los escenarios posibles era que perdiéramos a ambas. 

Ladan y Laleh también lo sabían", declaró ayer Loo Choon Yong, presidente ejecutivo del hospital Raffles. "Arriba todo el mundo está llorando", comentó una enfermera en los pasillos del hospital. Las siamesas murieron, aún bajo los efectos de la anestesia, con una diferencia de 90 minutos.

Ladan falleció a las 8.30, Laleh, a las 10.00.



La operación comenzó el sábado, cuando los médicos abrieron los cráneos unidos de las hermanas. La dureza del hueso, sorprendentemente grueso, causó retrasos. El lunes, el equipo batalló para separar la vena que ambas hermanas compartían. Cortaron la vena original y realizaron un by pass en el cerebro de Ladan, con un segmento de la vena safena externa de una
de sus piernas. Para entonces, la circulación sanguínea de las siamesas era "inestable", según los partes del hospital.

Luego, cinco neurocirujanos separaron milímetro a milímetro los tejidos cerebrales de las siamesas, pues aunque independientes, tras tantos años de unión sus cerebros mostraban unas adherencias que sorprendieron a los cirujanos y que fueron uno de los factores determinantes del fracaso. De hecho, nada más terminar la separación cerebral, las siamesas murieron.

El País, 9 de julio 2003»


No sé si la metáfora de las siamesas se ha utilizado alguna vez. Me parece sencillamente perfecta. Ser siameses craneópagos es una desagradable fatalidad. ¡Exige una gran conllevancia! Los riesgos de la separación son altísimos. Y es delirante pensar que la operación pueda hacerse sin acuerdo mutuo.




No conozco mejor alegoría de la conllevancia orteguiana que esta ya antigua noticia sobre la se-
paración de dos siamesas. «Las siamesas iraníes Ladan y Laleh Bijani, de 29 años, murieron ayer poco después de que los cirujanos del hospital Raffles, de Singapur, lograran separarles los cerebros». «Nunca antes se había intentado separar a siamesas adultas craneópagas (unidas por la cabeza), por los altísimos riesgos que implica». «Aceptamos ese desafío, sabíamos
que los riesgos eran grandes y que uno de los escenarios posibles era que perdiéramos a ambas. Ladan y Laleh también lo sabían», declaró ayer Loo Choon Yong, presidente ejecutivo del hospital Raffles. 

«La operación comenzó el sábado, cuando los médicos abrieron los cráneos unidos de las hermanas. La dureza del hueso, sorprendentemente grueso, causó retrasos. El lunes, el equipo batalló para separar la vena que ambas hermanas compartían. Para entonces, la circulación sanguínea de las siamesas era 'inestable', según los partes del hospital. Luego, cinco neurocirujanos separaron milímetro a milímetro los tejidos cerebrales de las siamesas, pues aunque independientes, tras tantos años de unión sus cerebros mostraban unas adherencias que sorprendieron a los cirujanos y que fueron uno de los factores determinantes del fracaso. De hecho, nada más terminar la separación cerebral, las siamesas murieron» (El País, 9 de julio de 2003).

Hay que leer este texto como si Ladan fuese Cataluña y Lelah el resto de España. E ir reparando. Nunca antes se había intentado separar a siamesas adultas. De unos 500 años. Unidas por la cabeza. Sí, hace mucho que el corazón se separó. Uno de los escenarios posibles es que perdiéramos a ambas. El único posible. La dureza del hueso, sorprendentemente, causó retrasos. Cierto, los vínculos parecen sencillos de romper, pero engañan. Cinco neurocirujanos separaron milímetro a milímetro los tejidos cerebrales. En efecto, un cerebro, como una larga unidad política, se parece mucho a un delta, donde es difícil separar el agua salada del agua dulce.


En efecto: ser siameses craneópagos es una desagradable fatalidad. ¡Exige una gran conllevancia! Los riesgos de la separación son altísimos. Y es delirante pensar que la operación pueda hacerse sin acuerdo mutuo.


Desde su formalización en el siglo XIX, pongamos desde marzo de 1892, cuando se redactan las Bases de Manresa (un intento de constitucionalizar el incipiente movimiento), el nacionalismo sólo ha tenido un objetivo político: convencer a los ciudadanos de que Cataluña lleva la vida obligatoria, limitada y deforme de una siamesa. A tal efecto ha recurrido a las ficciones históricas, económicas, culturales y políticas que han sido necesarias. Con éxito de convicción, aunque con fracaso político. Al éxito cabe ponerle una fecha y un nombre: el 13 de mayo de 1932, en sede parlamentaria, cuando Ortega y Gasset, en plena discusión del Estatuto catalán, formalizó el concepto de la conllevancia:


«El problema catalán, como todos los parejos a él, que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto, conste que significo con ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles. El problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, que es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y que seguirá siéndolo mientras España subsista».


En este famoso párrafo, aparte del exceso lógico, semántico y práctico de considerar que un problema irresoluble continúa siendo un problema, había un grave exceso político e histórico: la eternidad orteguiana (¡antes de que existiese la unidad peninsular!) no pasaba de los 40 años: los que el nacionalismo catalán había invertido en tratar de convencer a los catalanes y al resto de los españoles de que las siamesas existían. Fue Ortega el que, paradójicamente, les dio carta de naturaleza desde el otro lado.

Al cultivo y formalización del malestar le ha sucedido una etapa nueva: la separación de los cuerpos. La doctrina de que la separación de los cuerpos es posible y necesaria. Bastaría con la literatura médica contenida en el ejemplo de Ladan y Laleh para desmentir las posibilidades técnicas. Pero en realidad hay un problema de naturaleza: sólo puede separarse lo distinto. 


Es evidente que el nacionalismo ha logrado convencer de la incomodidad siamesa. Pero eso no quiere decir que haya alcanzado la victoria. En realidad, el problema profundo de Ladan y Laleh es que no son suficientemente distintas, porque órganos básicos para su subsistencia están compartidos a un nivel que la actual ciencia médica no puede discriminar. Y ése es, justamente, el principal enemigo del separatismo: cómo separar a los iguales. 

Las pruebas de esa identidad compartida son visibles por todas partes: desde la evidencia de que la actual Cataluña se configuró, entre los años 50 y 60, con la aportación de los inmigrantés del resto de España (sin ella, la mayor inmigración interior europea no provocada por sucesos bélicos, Cataluña tendría hoy la mitad aproximada de habitantes), hasta la ineficacia del nacionalismo catalán a la hora de construir en estos últimos 30 años un hecho diferencial basado en la política (es decir, en la realidad de la sanidad, en la educación, en la organización de la administración pública) y no en el mito, es decir, y por ejemplo cumbre, la hiperexcitación de la diferencia lingüística a la que contribuyen, simétricamente, desde la otra esquina, todos aquellos que otorgan a la Inmersión lingüística la responsabilidad del fracaso escolar de parte del alumnado, cuando eso sólo tendría sentido si las dos lenguas en disputa no fueran una mero dialecto de la otra.

La indiferenciación catalana puede ser observada, ya digo, desde múltiples puntos de vista. Pero habrá pocos más significativos que el que afecta a la calidad del Gobierno. Durante toda su historia el nacionalismo ha hecho bandera sistemática de la calidad. Es decir, fundamentó su diferencia en la rudeza y atraso del resto de las comunidades españolas y en su incapacidad para entrar en la modernidad. Aunque anclado en los mismos mitos y ficciones viejas que otros compadres de separación, el catalán (a diferencia del escocés, que se propugna como un recogimiento antes que como una superación de Gran Bretaña) ha sido un nacionalismo basado en una supuesta superioridad ética y técnica que le habría llevado a hacer las cosas mucho mejor que los españoles. L'obra ben feta del noucentisme


Unamuno fue tal vez el español que más llamó a desconfiar de esa pantomima catalana, con su observación del gusto catalán por la fachada. «Barcelona es la ciudad de las fachadas, todo es fachadoso (permítaseme el vocablo); más les valdría tener buenas cloacas para evitar el tifus».

Pero antes que al viejo colérico mejor será acudir a un observador moderno e imparcial, gris y estadístico. Al Estudio sobre las diferencias regionales de la calidad gubernativa en la Unión Europea, que firman Nicholas Charron, Víctor Lapuente y Lewis Dijkstra, y que se basa en estadísticas oficiales actualizadas y en 34.000 encuestas realizadas en los 18 mayores países de la UE. 


Del estudio tuve noticia por La Voz de Barcelona. Y se trata de una noticia ejemplar y escabrosa. El estudio mide y detalla la calidad, la imparcialidad y el nivel de corrupción que se han detectado en los tres principales servicios públicos: la educación, la justicia y la sanidad. Pues bien, el titular es indiscutible: la calidad del Gobierno de Cataluña es la peor entre las comunidades de España. Y ocupa el puesto 130 de 199 entre todas las regiones analizadas, con un índice de calidad gubernativa por debajo de la media europea y de regiones húngaras, checas, italianas y portuguesas. 

Nuestra prensa guardó un pudoroso silencio sobre el estudio. No es de extrañar. Estoy convencido de que si se midiera la calidad de la opinión pública, que no sé si se mide, pero falta haría, Cataluña ocuparía el puesto 199. Es verdad que la calidad del Gobierno catalán es la peor respecto a otras comunidades españolas. Pero por poco: lo más lacerante de la aspiración catalana a la diferencia es que ni por lo alto ni por lo bajo logra destacarse de España.

En su luminosa respuesta a la tradicional pregunta del año, que él mismo había sugerido en 2011 a Edge, sobre cuál sería la herramienta conceptual de conocimiento más apreciada, el psicólogo Steven Pinker sugirió los juegos de suma positiva.


Y en su respuesta trazó una, descripción precisa de la moral de la modernidad, entre cuyas características está el rechazo de los juegos de suma cero, meramente deportivos, en que todo lo que gana el uno lo pierde el otro. 


Escribía Pinker: 

«¿Puede decirse que el hecho de que desde el año 1950 aumenten las interacciones de suma positiva conduce a una situación de mayores posibilidades de paz y prosperidad en el mundo? 

No sería inverosímil pensar que sí. 

El comercio internacional y la integración en las diferentes organizaciones internacionales se han disparado en las décadas en que el pensamiento relacionado con la teoría de juegos ha impregnado el discurso popular. 

Y tal vez no hay nada casual en que el mundo desarrollado haya asistido a un espectacular crecimiento económico y a un declive históricamente inaudito de varias de las formas de violencia institucionalizada (...) desde la década de 1990.

Este tipo de bendiciones han comenzado a incrementarse igualmente en el mundo en vías de desarrollo, debido en parte al hecho de que los países que lo integran han abandonado sus ideologías fundacionales -unas ideologías que glorificaban la existencia de una lucha de clases de suma cero en el seno de la sociedad y una pugna del mismo tipo entre las naciones- para abrazar ideas que ensalzan la cooperación de suma positiva».

Por el contrario en las últimas tres décadas Cataluña ha recorrido un camino inverso. Su organización política y social ha ido paulatinamente decantándose hacia una concepción futbolística de la vida, hasta el punto de que el viejo lema se ha transformado cruelmente: Cataluña es ya poco más que un club. La deriva mesiánica del presidente Artur Mas puede ser examinada desde muchos puntos de vista, sin exclusión de los psicológicos. Pero se mire desde donde se mire, la sentencia parece firme: Cataluña ha abandonado el camino de la modernidad.




EL INDEPENDENTISMO es para pobres, Sostres. Gente que poco tiene que hacer en la vida. No me refiero solo al dinero, aunque cuente. Es evidente que la crisis ha engrosado la militancia
independentista, porque la gente tiende a creer, incluso con cierto fundamento, que una explosión colectiva puede aliviar la ruina personal. Pero aunque haya ese interés económico por abajo y también en la cima (que la usura sea para pobres no impide que algunos se hagan ricos con ella), el principal aglutinador del común es la falta de expectativas generales. 


Una pobreza de vida. 

Nadie se embarca en la absurda tarea de intentar romper un Estado democrático, cuyos márgenes de libertades nacionales son, además, altos si tiene cosas que hacer, que leer, que investigar, que descubrir, un alegre Bandol que beber. 

El independentismo catalán opera sobre una sociedad muy deportiva, en esa peor versión de la palabra que incluye características emocionales, contemplativas y fanáticas. Ha conseguido darle a muchos espectadores (lo que antes se llamaba ciudadanos) una estricta, casi etimológica, razón de ser y de intervenir. 

No puede despreciarse el poder de una ideología, por maligna que sea, capaz de conferir identidad y de trazar un plan de vida.

Solo desde este punto de vista puede entenderse el carácter bravucón y acre, propio de la arenga, con que el presidente Mas actúa en su relación con el Estado. Las últimas muestras, su respuesta al conciliador discurso del Rey en Nochebuena: algo así como en Europa nos veremos, Borbón; y ese gesto, ¡indescriptible puerilidad batasuna!, de tapar con un cortinaje negro el retrato del Rey durante su toma de posesión. 


Es cierto que la generación de Mas, que es también la de los ex consejeros Pujals y Roma y la del portavoz Homs, e incluso la de algunos de los hijos de Pujol, fue descrita hace años por el efímero líder socialista, Josep Borrell, como «una generación de chulitos». 

Pero aunque en cualquier caso de la vida actúe el carácter, en la base de esta arenga sostenida está la necesidad de mantener aglutinados a los pobres mediante un discurso que ya no puede tener nada de racional. Los pobres. 

Destaca entre la grey el propio presidente Mas. Un hombre que se había dedicado a la política, pero que ahora, sus naves personales quemadas, tampoco tiene ya nada que perder.

















amigo mío
consejos me daban
mis enemigos

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